La práctica de la medicina en esta Comunidad, antes que una profesión difícil, y personalmente costosa, es un quehacer triste, una profesión de gente predestinada a invertir mucho más de lo que obtiene a cambio, y no me refiero desde luego a dinero.
Las medidas y recortes indiscriminados que ha anunciado la Consellera de Salut (cierre del Juan March y del General, cierre de quirófanos, reducción de plantillas, etc) son un escándalo sin precedente, no sólo por la repercusión que tendrán en la calidad asistencial de nuestra Comunidad, sino, también, por la forma arbitraria en que han sido tomados. Su conducta se parece cada vez más a la de un capitán de barco decidido a lanzar lastre por la borda alocadamente, lo cual da una idea de la situación desesperada en la que nos encontramos.
Nuestro sistema de salud está enfermo, no de enfermedades propiamente, sino de contradicciones. Contradicciones que se han ido transmitiendo, legislatura tras legislatura, sin que nadie haya sido capaz de erradicarlas. La gran virtud del sistema, si es que a eso se le puede llamar virtud, ha sido que todos sus componentes han aprendido a convivir con ellas ante la imposibilidad de resolverlas.
Pero en la raíz de los conflictos sanitarios también hay otro hecho incuestionable: la sociedad y sus representantes políticos no saben cómo tratar a los sanitarios. Saben lo que esperan de ellos, pero no quieren saber nada de sus necesidades ni de lo que cuestan. Esa es la razón por la que mientras que los médicos –y los maestros- son los profesionales más valorados por la gente de a pie, también son los más injustamente tratados por la opinión pública cuando a aquellos les da por reclamar lo que les corresponde.
Para colmo, tampoco hay forma de acabar con prejuicios seculares: uno va por ahí diciendo que es médico, farmacéutico o maestro, y enseguida surgen asociaciones absurdas: médico-dinero, maestro-la gran vida. Por eso es por lo que ahora a muchos les parece lo más normal que los recortes que se imponen sean tan exigentes con ellos. Pero uno se esfuerza en explicar, por ejemplo, que esa idea del sanitario forrado es un mito infundado, que llegar a ejercer en un hospital, pongamos que de Palma, es una carrera muy costosa, difícil y a menudo ingrata; que, aquí, los que cortan el bacalao son otros: los del sector financiero, los políticos de medio pelo que cobran dietas hasta para ir al baño, los arribistas que se enriquecieron sin que se sepa cómo ni por qué, los de las contabilidades paralelas, y toda esa patulea, en fin, que vive sin horarios ni disciplina y que no contribuyen de ninguna manera porque, si alguien les importuna, van y se empadronan en las islas Caimán o en Suiza. Pero por desgracia cuando uno explica todo eso, nadie atiende y cada cual cree lo que le conviene.
El trato que se está dando a los sanitarios y a los maestros es injusto, además de una temeridad, porque mina la moral ya maltrecha de unos colectivos que son indispensables (si no me creen hagan el esfuerzo de imaginar una sociedad con enfermedades pero sin hospitales, y díganme qué ven). Por tanto, es de sentido común que no se pueden imponer sacrificios abusivos y, a la vez, exigir eficiencia, a los mismos a los que se está atropellando. Dicho de otra forma: ¿es lógico que la administración opte por vejar a los profesionales en cuyas manos está precisamente el seguir garantizando el funcionamiento del sistema, en vez de sentarse con ellos a buscar soluciones? ¿No es una irresponsabilidad tratar a los sanitarios como si fuesen una tropa de mercenarios, desleal y onerosa, a la vez que se les pide que trabajen para impedir que el sistema que garantiza la atención sanitaria se venga abajo? El derecho a la salud es la base del Estado del bienestar, sancionado por la Constitución Española, de acuerdo; pero el Estado del bienestar no se puede construir sobre el malestar de unos profesionales forzados a malvivir entre la tiranía de una administración arbitraria, por un lado, y los apremios de los usuarios, por otro. Si la sociedad quiere un buen sistema sanitario –y el nuestro, en el nivel clínico, es modélico-, ha de merecérselo, ha de cuidarlo y ha de apoyarlo.
Ahora ha llegado la hora de intervenir. Ahora más que nunca hay que hacer las cosas con seriedad y rigor. En los hospitales y en las organizaciones sindicales hay gente preparada para ello, profesionales que conocen los méritos del sistema, pero también los vicios que lo lastran; gente cuyas inquietudes están centradas en cómo realizar su trabajo, a qué coste y a cambio de qué. Ésa es la gente con la que hay que sentarse a hablar, a esos es a los que hay que escuchar si se quieren buscar soluciones. Señor Bauzá, reúnalos, dígales qué es lo que hay, con qué recursos contamos, constituyan grupos de trabajo para resolver las cuestiones más acuciantes. Pero olvídese del ordeno y mando, porque nunca ningún rebaño se reunió a pedradas. Buscar soluciones es del máximo interés para todos, pues un sistema sanitario compuesto por profesionales desmoralizados será una fuente inagotable de frustraciones para los administradores, para los propios médicos y, desde luego, para los usuarios.
Ningún médico es amigo de manifestaciones y eslóganes. Mientras se grita, se descuida la tarea esencial, que es construir un plan inteligente. Dar con él es un trabajo que tarde o temprano tendrá que hacerse, porque hasta un idiota sabe que quemando libros no se construyen bibliotecas. Dicho esto, sepan cuantos me leen que a tanta adversidad sólo nos ha arrojado la mala gestión (y el maltrato).